Hay un hombre enfermo en la mesa de enfrente.
Enfermo de vejez que me mira con insistencia. Sólo sus ojos no descansan. Sólo
sus ojos.
¿Qué ve?
Me irritó cuando ella me lo dijo, me obligó
casi: ¿qué ve? En este momento, ¿qué ve?
Sentí la misma irritación
que en casa de Mila. Ella nos había invitado a Marita, Ana María y a mí a mirar
una película que presentaría en el auditorio y debía decidir entre dos posibles:
La habitación del hijo o una de la que
ahora no recuerdo el nombre y que, según me habían contado, era mucho más
artística, más sugerente. En cambio, sobre La
habitación..., tenía la idea de que se trataba de un tema más triste,
relacionado con la muerte.
Mi madre había muerto
hacía veinte, veinticinco días (yo estaba en mi ciudad por ese motivo) y llamé
a mis amigas recién a las tres semanas de estar allí. Había deseado estar a
solas con mi familia. Así que después de vernos, y saber lo de la película, le
dije a Mila que prefería ver la otra, pero cuando llegué me explicó que quería
nuestra opinión sobre La habitación...
Mientras mirábamos la
película ellas estaban muy sensibilizadas y sollozaban quedamente; en cambio,
yo estaba inconmovible. Se trataba de un psicoanalista cuyo hijo se suicida; ni
él ni su mujer habían sido capaces de advertir la situación. Se detiene
bastante en el velatorio, el féretro. A mí no sólo me parecía una exhibición
grotesca de lo real de la muerte, sino también una muestra bastante limitada de
toda la conmoción que significa la muerte de un hijo (yo lo comparaba con el
velatorio de un chico amigo de mis hijos, hijo de unos amigos, donde pude ver
que el dolor, la pérdida de la razón y la coherencia son tremendos,
sobrecogedores). Así que yo miraba la película con cierta distancia, con
desconfianza.
De todos modos, noté en
mí una irritación: como si mi amiga hubiese alquilado esa película para ver mi
dolor, para saber si yo, ante esa horrible visión del féretro, esa situación
que yo acababa de vivir, me desmoronaba. Pero yo, en realidad, sentía rechazo
ante esa brutal muestra, esa descarnada muestra del real, y dije: “La película
es un bodrio, el único atractivo para exhibirla en el auditorio sería que se
trata de un psicoanalista, pero en realidad la única escena artística está en
la vasija rota y pegada que tiene en la cocina; y por otro lado, tratar cómo es
que a él se le escapa la cuestión del posible suicidio de su hijo. También está
la distancia y la frialdad, y esta vez del director, ante la muerte”.
Entonces cuando ella me
preguntó ¿qué ve?, me irrité. Creí entender que me empujaba a la repetición del
dolor. Me remitía a una imagen dolorosa, no tenía sentido, era como insistir en
esa realidad irreversible, inamovible, que ya no tenía sentido indagar. Yo no
entendía para qué, con qué fin debía yo volver sobre imágenes dolorosas. Para
qué esa obligación de ver, una y otra vez, lo mismo.
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