sábado, 26 de enero de 2008

Una decisión fácil

—Dejar a la noche la televisión, levantarme del sillón y dejarlo a él. Solo. Eso por un lado, ¡ya está, listo! Ahora, sólo quedaría levantarme temprano. Porque despertarme, ya lo hago. Me despierto...

—¡Ah! ¡Se despierta! —¿Y por qué no se levanta?, me dirá usted. Porque temo ser criticada.

—Criticada por quién.

—Por él, por mi marido.

—¿Y qué diría?

—Que soy una exagerada. Una obsesiva. Como se critica a las buenas alumnas. Por eso estoy disimulando.

—¿Y en qué piensa ahora?

—Pienso en los años del bachillerato. Más bien en ese tercer año en que dejé que la bandera la izara una compañera, otra chica. Cuando vi que me tocaría, por las notas, usted sabe, empecé a disimular lo que sabía. Bromeaba para que no se dieran cuenta. Debía bajar un poco las notas, eso era todo. Pasar a segundo plano.

Pero un día, mi amiga me enfrentó mirándome a los ojos. Y yo no podía eludir esa pregunta.

“Decime, ¿vos te das cuenta, sos consciente de la inteligencia que tenés? Es decir, ¿te das cuenta? ¿O estás disimulando?”. Tuve que pensar con rapidez para que, sin eludir, respondiendo con sinceridad, no quedara esa frase, “la inteligencia que tenés”, como una verdad absoluta (ahora con el tiempo percibo ese juego). Y le contesté:

“De lo que sí me doy cuenta es de que si yo estuviese en otro colegio, pasaría como una alumna del montón. Es el nivel de las demás lo que me hace aparecer a mí como muy inteligente. Eso es todo. Por eso es que mi conciencia es relativa. Si fuera verdad, debería buscar otro lugar y probarme con otros grupos con mayor preparación e inteligencia y recién entonces evaluarme con justeza”.

—¿Y qué pasa con él, con su marido?

—Él me lo dice, me lo repite, que no quiere pensar más, ni aprender, ni analizar más, que está harto. También me lo expresa con actos. En suma: que ya lo nuestro no puede seguir.
—¿Y usted?

—Yo insisto. Disimulo para que él no se sienta incómodo. Disimulo para que él crea que yo...

—Por la bandera, claro. Para que no sea usted quien deba izar la bandera...

Las voces se apagaron en la mesa de al lado. Después escuché que una de ellas llamaba al camarero y pagaron, juntas, la cuenta. Me volví levemente para observar sus rostros cuando se levantaran, pero sólo vi a dos mujeres que se alejaban y salían del bar. No había nada extraño en ellas.

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