—Dejar a la noche la televisión, levantarme
del sillón y dejarlo a él. Solo. Eso por un lado, ¡ya está, listo! Ahora, sólo
quedaría levantarme temprano. Porque despertarme, ya lo hago. Me despierto...
—¡Ah! ¡Se despierta! —¿Y
por qué no se levanta?, me dirá usted. Porque temo ser criticada.
—Criticada por quién.
—Por él, por mi marido.
—¿Y qué diría?
—Que soy una exagerada.
Una obsesiva. Como se critica a las buenas alumnas. Por eso estoy disimulando.
—¿Y en qué piensa ahora?
—Pienso en los años del
bachillerato. Más bien en ese tercer año en que dejé que la bandera la izara
una compañera, otra chica. Cuando vi que me tocaría, por las notas, usted sabe,
empecé a disimular lo que sabía. Bromeaba para que no se dieran cuenta. Debía
bajar un poco las notas, eso era todo. Pasar a segundo plano.
Pero un día, mi amiga me
enfrentó mirándome a los ojos. Y yo no podía eludir esa pregunta.
“Decime, ¿vos te das
cuenta, sos consciente de la inteligencia que tenés? Es decir, ¿te das cuenta?
¿O estás disimulando?”. Tuve que pensar con rapidez para que, sin eludir,
respondiendo con sinceridad, no quedara esa frase, “la inteligencia que tenés”,
como una verdad absoluta (ahora con el tiempo percibo ese juego). Y le
contesté:
“De lo que sí me doy
cuenta es de que si yo estuviese en otro colegio, pasaría como una alumna del
montón. Es el nivel de las demás lo que me hace aparecer a mí como muy
inteligente. Eso es todo. Por eso es que mi conciencia es relativa. Si fuera
verdad, debería buscar otro lugar y probarme con otros grupos con mayor
preparación e inteligencia y recién entonces evaluarme con justeza”.
—¿Y qué pasa con él, con
su marido?
—Él me lo dice, me lo
repite, que no quiere pensar más, ni aprender, ni analizar más, que está harto.
También me lo expresa con actos. En suma: que ya lo nuestro no puede seguir.
—¿Y usted?
—Yo insisto. Disimulo
para que él no se sienta incómodo. Disimulo para que él crea que yo...
—Por la bandera, claro.
Para que no sea usted quien deba izar la bandera...
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