sábado, 8 de marzo de 2008

Cosas pequeñas

Después de haber pensado que se trata, en realidad, de la sensualidad proyectada en las cosas pequeñas, en las cosas que escapan a la mirada de críticos y curiosos, me fui al parque de Viveros, al círculo de las rosas. Pero en vez de mirar las rosas, desde un banco cercano, como es mi costumbre, esta vez me distrajo el agua de la fuente que brotaba inacabable, generando ilusión no sólo acerca de la fluidez de la vida, de su movimiento continuo, sino y, sobre todo, acerca de que nada, ni siquiera el tiempo, sería capaz de cortar ese fluir. Después deambulé por los caminos internos; salí del parque y a través del paso subterráneo de la calle San Pio V entré a los jardines del viejo cauce del Turia, los atravesé hasta salir otra vez a la superficie; pasé frente a la Porta de la Mar y en algún momento, no sabría precisar cuándo, llegué hasta el Templo del Café cerca del mercado central. Estaba vacío. Como todos los templos cuando se los visita a una hora inconveniente. Y allí estaba. Hombre de pelo negro, ojos rasgados y oscuros; cejas tupidas como dos líneas de crayón. Un rostro perfectamente delineado. Tan firmes los contornos de su mentón que hacía de su presencia una figura ineludible. Su ropa era, también, oscura. En cuanto entré, recibí la aprobación de su mirada, de su sonrisa insinuada. Y le respondí con un saludo, que fuera sólo cortés es lo que quise, pero resultó un murmullo indescifrable de mis labios aturdidos. Busqué una silla como se busca la baranda de un barco que parte del muelle. Ese hombre había movido el suelo de mi barco obligándome a buscar apoyo. Después, fueron los círculos inacabables en el café, dibujados por la cucharita inerme en mi mano desconcertada. Me di cuenta de que, otra vez, estaba ante la sensualidad de las cosas pequeñas.


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Las cosas en la vida

—Las cosas en la vida no son negras, ni blancas: son grises —me dijo en un tono pausado con la firme intención de ser convincente. Sin darme cuenta, ni siquiera tener tiempo a pensarlo, le contesté:

—Todo es gris hasta que damos un paso, hasta que tomamos una decisión. Y es entonces que la vida, o más bien las cosas en la vida, adoptan un color.

Él me miraba como si esperara de mí una aclaración, o más bien como mira un niño cuando se le ha empezado a contar una historia nueva.

—¿Un color? —dijo. Y yo vi en sus ojos y escuché en el tono de su voz que había suspendido, por unos instantes al menos, su desconfianza. Creí ver cierto crédito abierto. Entonces, seguí.

—Supongamos, por un momento aunque sea, que tomamos una decisión de amor. Las cosas de la vida que eran grises se tiñen. Si de un enamoramiento se trata, se teñirá de rosa; o de rojo si es una pasión fuerte e incontrolable.

”Cada uno de esos pasos tiene un poder de transformación, que no es otra cosa que un poder mágico. La magia consiste en teñir todas las cosas y las personas de su color propio. Pero no del mismo color, sino que se teñirán en una gama de ese color. Podemos decir entonces: nada es rosa pálido, ni rosa fuerte, las cosas en la vida son color de rosa normales, intermedias.

”La vida sigue así, entonces, hasta que tomamos otra decisión, otro paso que trasciende a la vida pareja que se había anclado en el medio rosa. Será rojo si está relacionado con la pasión; o azul con un sueño; o amarillo con el olvido, el alejamiento o el corte; negro con la muerte; blanco con el nacimiento. Y así es como vivimos: entrando a distintas tonalidades según se trate.”

—Y qué decís, entonces, sobre los hombres grises.

—He pensado mucho en los hombres grises. Qué pasa con ellos. ¿Es que nunca han tomado una decisión que trascendiera a su rutina? ¿Siempre estuvieron entre el blanco del nacimiento y el negro de la muerte? ¿Eso ha sido todo? ¿Y de dónde..., o por qué, vos...?

—En la provincia de donde vengo el cambio de clima es constante: lluvia, sol, calor, frío. Lluvia y sol provocan ese fenómeno atmosférico: el arco iris. Siempre he creído que se trata de un símbolo que debemos aprender a descifrar.


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sábado, 1 de marzo de 2008

Café del museo

Ella ha puesto una flor en cada copa de agua, sobre cada una de las mesas del bar. Las mesas son de cristal, el suelo es de mármol gris con vetas más oscuras. Desde el breve patio, abierto a la hermosa luz de la mañana, del museo de Bellas Artes de Valencia, yo, junto a la escultura de Benlliure, “La fuente de los niños”, podía verla a través de las dos hojas de vidrio de la puerta: la joven camarera, de cabellos lacios, iba dejando las flores de pétalos para deshojar.

Cuando entré, le pedí un café y busqué una mesa. Había elegido, al azar, la de la flor naranja. Todas las demás eran de tres colores: blanco, lila y morado. En cambio, esta era de un naranja puro. Y eso me pareció una señal. Así que decidí permanecer en esa mesa el tiempo necesario hasta que ocurriera algo. La elección de esa flor debía ser parte de un encadenamiento en una serie de hechos.

En el bar sonaba una música desconocida, de matices alegres, tristes, dramáticos o trágicos, no podía saberlo. La belleza de los ritmos árabes no me comunicaba sino con lugares vistos en documentales, en postales.

En ese momento entraron tres hombres de cabellos canosos. Los observé y advertí, de inmediato, que tampoco significaban algo. Se llegaron hasta la barra, miraron levemente alrededor y se retiraron.

Dos horas estuve en esa mesa, aguardando lo que debía seguir. Al final, aburrida, como también la joven del bar que apagó la música, me preparaba para alejarme cuando entonces se hizo nítida la conversación de dos mujeres sentadas en una mesa delante de mí. Y también las voces que venían desde afuera; pero más nítida era la caída del agua de la pequeña fuente, a la que yo sentía como una lluvia interminable, constante y persistente, cayendo a mis espaldas.

En ese momento entró un joven perfecto y se dirigió a la máquina de café. Las mujeres de la charla inacabable se levantaron y la mayor de las dos dijo claramente, volviéndose a la otra: “Muy joven, pero, en fin, para pasar la noche...”. Y sonrieron. Y fueron a pagar. “Qué te debemos”, le dijeron a la joven camarera. Después hubo un sonido de apertura de caja registradora, de monedas y de tacos de mujeres contra el mármol que acompasaba una charla que iba haciéndose inaudible.

Reanudé la espera. Entraron dos hombres: uno calvo y formal, el otro joven y hermoso.

Al final desistí, pagué mi cuenta y me marché. La flor naranja permaneció en mi memoria como un recuerdo incompleto.

Ayer se me ocurrió pensar que era la propia flor naranja la que encerraba en sí misma la sucesión, pero no hacia adelante, como erróneamente había imaginado, sino que yo debía buscarla hacia atrás, en mi pasado:

Veo claramente una imagen: soy una niña pequeña y estoy sentada en el suelo del comedor, mirando a mi hermana adolescente poner la mesa. Con mucha gracia va dejando al lado de cada plato una naranja reluciente, cortadas del árbol de la huerta de papá. Detrás de mí, a través de las puertas abiertas del balcón, se escucha llover con intensidad. Mi hermano mayor, joven y hermoso, atraviesa el comedor con paso seguro, mientras desde la cocina llegan las voces de las amigas de mi madre invitadas a la comida. No se escucha ninguna música. Tampoco sabría decir si el ambiente es triste, alegre, dramático o trágico. Pero sí sé que mi sentimiento era de expectación: algo relacionado con esas naranjas iba a ocurrir.


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