Después de haber pensado que se trata, en
realidad, de la sensualidad proyectada en las cosas pequeñas, en las cosas que
escapan a la mirada de críticos y curiosos, me fui al parque de Viveros, al
círculo de las rosas. Pero en vez de mirar las rosas,
desde un banco cercano, como es mi costumbre, esta vez me distrajo el agua de
la fuente que brotaba inacabable, generando ilusión no sólo acerca de la
fluidez de la vida, de su movimiento continuo, sino y, sobre todo, acerca de
que nada, ni siquiera el tiempo, sería capaz de cortar ese fluir. Después
deambulé por los caminos internos; salí del parque y a través del paso
subterráneo de la calle San Pio V entré a los jardines del viejo cauce del
Turia, los atravesé hasta salir otra vez a la superficie; pasé frente a la
Porta de la Mar y en algún momento, no sabría precisar cuándo, llegué hasta el
Templo del Café cerca del mercado central. Estaba vacío. Como todos los templos
cuando se los visita a una hora inconveniente. Y allí estaba. Hombre de pelo
negro, ojos rasgados y oscuros; cejas tupidas como dos líneas de crayón. Un
rostro perfectamente delineado. Tan firmes los contornos de su mentón que hacía
de su presencia una figura ineludible. Su ropa era, también, oscura. En cuanto
entré, recibí la aprobación de su mirada, de su sonrisa insinuada. Y le
respondí con un saludo, que fuera sólo cortés es lo que quise, pero resultó un
murmullo indescifrable de mis labios aturdidos. Busqué una silla como se busca
la baranda de un barco que parte del muelle. Ese hombre había movido el suelo
de mi barco obligándome a buscar apoyo. Después, fueron los círculos
inacabables en el café, dibujados por la cucharita inerme en mi mano
desconcertada. Me di cuenta de que, otra vez, estaba ante la sensualidad de las
cosas pequeñas.
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