Esta es la historia de un día de otoño que,
extraviado, apareció en pleno invierno. Yo, que había identificado el otoño
como la estación en la que las hojas caen, me sorprendí ese día, 1° de enero,
en la ciudad de Valencia, cuando vi que los árboles, en las calles de la
ciudad, eran azotados por un viento otoñal.
Veinte días desde el
comienzo del invierno. Sin embargo, como la reaparición abrupta de un recuerdo
olvidado, estaba ahí ese embrollo de hojas secas, enormes y ruidosas, sobre las
aceras, sobre los automóviles, sobre los techos de las casas, sobre los
balcones. Hasta sobre mí misma.
Algunas, en su corrida
desordenada, chocaban con las bolsas que cargaba, inevitablemente.
Insatisfechas, buscando, se arremolinaron en mi pecho, y antes de que pudiera
reaccionar se estamparon contra mi rostro. Podrían haber sido sombras, pero el
roce de tela áspera las hacía reales. Las arranqué de mi boca, de mi frente.
Pero la textura de esas hojas permaneció como un mal recuerdo.
Eran de otoño el día y
también el viento. Pero no supe cuál de los dos había traído al otro. De todos
modos, lo que me resulta difícil olvidar es el extravío.
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