Ella ha puesto una flor en cada copa de agua,
sobre cada una de las mesas del bar. Las mesas son de cristal, el suelo es de
mármol gris con vetas más oscuras. Desde el breve patio, abierto a la hermosa
luz de la mañana, del museo de Bellas Artes de Valencia, yo, junto a la
escultura de Benlliure, “La fuente de los niños”, podía verla a través de las
dos hojas de vidrio de la puerta: la joven camarera, de cabellos lacios, iba
dejando las flores de pétalos para deshojar.
Cuando entré, le pedí un
café y busqué una mesa. Había elegido, al azar, la de la flor naranja. Todas
las demás eran de tres colores: blanco, lila y morado. En cambio, esta era de
un naranja puro. Y eso me pareció una señal. Así que decidí permanecer en esa
mesa el tiempo necesario hasta que ocurriera algo. La elección de esa flor
debía ser parte de un encadenamiento en una serie de hechos.
En el bar sonaba una
música desconocida, de matices alegres, tristes, dramáticos o trágicos, no podía
saberlo. La belleza de los ritmos árabes no me comunicaba sino con lugares
vistos en documentales, en postales.
En ese momento entraron
tres hombres de cabellos canosos. Los observé y advertí, de inmediato, que
tampoco significaban algo. Se llegaron hasta la barra, miraron levemente alrededor
y se retiraron.
Dos horas estuve en esa
mesa, aguardando lo que debía seguir. Al final, aburrida, como también la joven
del bar que apagó la música, me preparaba para alejarme cuando entonces se hizo
nítida la conversación de dos mujeres sentadas en una mesa delante de mí. Y
también las voces que venían desde afuera; pero más nítida era la caída del
agua de la pequeña fuente, a la que yo sentía como una lluvia interminable,
constante y persistente, cayendo a mis espaldas.
En ese momento entró un
joven perfecto y se dirigió a la máquina de café. Las mujeres de la charla
inacabable se levantaron y la mayor de las dos dijo claramente, volviéndose a
la otra: “Muy joven, pero, en fin, para pasar la noche...”. Y sonrieron. Y
fueron a pagar. “Qué te debemos”, le dijeron a la joven camarera. Después hubo
un sonido de apertura de caja registradora, de monedas y de tacos de mujeres
contra el mármol que acompasaba una charla que iba haciéndose inaudible.
Reanudé la espera.
Entraron dos hombres: uno calvo y formal, el otro joven y hermoso.
Al final desistí, pagué mi
cuenta y me marché. La flor naranja permaneció en mi memoria como un recuerdo
incompleto.
Ayer se me ocurrió pensar
que era la propia flor naranja la que encerraba en sí misma la sucesión, pero
no hacia adelante, como erróneamente había imaginado, sino que yo debía
buscarla hacia atrás, en mi pasado:
Veo claramente una
imagen: soy una niña pequeña y estoy sentada en el suelo del comedor, mirando a
mi hermana adolescente poner la mesa. Con mucha gracia va dejando al lado de
cada plato una naranja reluciente, cortadas del árbol de la huerta de papá.
Detrás de mí, a través de las puertas abiertas del balcón, se escucha llover
con intensidad. Mi hermano mayor, joven y hermoso, atraviesa el comedor con paso
seguro, mientras desde la cocina llegan las voces de las amigas de mi madre
invitadas a la comida. No se escucha ninguna música. Tampoco sabría decir si el
ambiente es triste, alegre, dramático o trágico. Pero sí sé que mi sentimiento
era de expectación: algo relacionado con esas naranjas iba a ocurrir.
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