sábado, 1 de marzo de 2008

Café del museo

Ella ha puesto una flor en cada copa de agua, sobre cada una de las mesas del bar. Las mesas son de cristal, el suelo es de mármol gris con vetas más oscuras. Desde el breve patio, abierto a la hermosa luz de la mañana, del museo de Bellas Artes de Valencia, yo, junto a la escultura de Benlliure, “La fuente de los niños”, podía verla a través de las dos hojas de vidrio de la puerta: la joven camarera, de cabellos lacios, iba dejando las flores de pétalos para deshojar.

Cuando entré, le pedí un café y busqué una mesa. Había elegido, al azar, la de la flor naranja. Todas las demás eran de tres colores: blanco, lila y morado. En cambio, esta era de un naranja puro. Y eso me pareció una señal. Así que decidí permanecer en esa mesa el tiempo necesario hasta que ocurriera algo. La elección de esa flor debía ser parte de un encadenamiento en una serie de hechos.

En el bar sonaba una música desconocida, de matices alegres, tristes, dramáticos o trágicos, no podía saberlo. La belleza de los ritmos árabes no me comunicaba sino con lugares vistos en documentales, en postales.

En ese momento entraron tres hombres de cabellos canosos. Los observé y advertí, de inmediato, que tampoco significaban algo. Se llegaron hasta la barra, miraron levemente alrededor y se retiraron.

Dos horas estuve en esa mesa, aguardando lo que debía seguir. Al final, aburrida, como también la joven del bar que apagó la música, me preparaba para alejarme cuando entonces se hizo nítida la conversación de dos mujeres sentadas en una mesa delante de mí. Y también las voces que venían desde afuera; pero más nítida era la caída del agua de la pequeña fuente, a la que yo sentía como una lluvia interminable, constante y persistente, cayendo a mis espaldas.

En ese momento entró un joven perfecto y se dirigió a la máquina de café. Las mujeres de la charla inacabable se levantaron y la mayor de las dos dijo claramente, volviéndose a la otra: “Muy joven, pero, en fin, para pasar la noche...”. Y sonrieron. Y fueron a pagar. “Qué te debemos”, le dijeron a la joven camarera. Después hubo un sonido de apertura de caja registradora, de monedas y de tacos de mujeres contra el mármol que acompasaba una charla que iba haciéndose inaudible.

Reanudé la espera. Entraron dos hombres: uno calvo y formal, el otro joven y hermoso.

Al final desistí, pagué mi cuenta y me marché. La flor naranja permaneció en mi memoria como un recuerdo incompleto.

Ayer se me ocurrió pensar que era la propia flor naranja la que encerraba en sí misma la sucesión, pero no hacia adelante, como erróneamente había imaginado, sino que yo debía buscarla hacia atrás, en mi pasado:

Veo claramente una imagen: soy una niña pequeña y estoy sentada en el suelo del comedor, mirando a mi hermana adolescente poner la mesa. Con mucha gracia va dejando al lado de cada plato una naranja reluciente, cortadas del árbol de la huerta de papá. Detrás de mí, a través de las puertas abiertas del balcón, se escucha llover con intensidad. Mi hermano mayor, joven y hermoso, atraviesa el comedor con paso seguro, mientras desde la cocina llegan las voces de las amigas de mi madre invitadas a la comida. No se escucha ninguna música. Tampoco sabría decir si el ambiente es triste, alegre, dramático o trágico. Pero sí sé que mi sentimiento era de expectación: algo relacionado con esas naranjas iba a ocurrir.


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